martes, 2 de septiembre de 2014

Otra noche que acaba pronto

Aquí les dejo esta historia sobre otra noche que acaba pronto, por fin podemos publicar un post escrito por C. ¡Esperamos que les guste tanto como a nosotros!

Otra noche que acaba pronto. Justo hoy tenía ganas de salir hasta un poco más tarde… al menos llego a tiempo de coger el metro. Toca esperar un par de minutos y me entretengo mirando a la gente. De pronto me doy cuenta de lo ruidosa que es esta estación y la cantidad de extranjeros que esperan conmigo a que llegue el tren. Puedo oír a un grupo de franceses en el andén de enfrente hablar entre risas mientras un rezagado se esfuerza por hablar inglés para dar indicaciones a un nórdico que quiere ir a la Sagrada Familia. Por mi izquierda, a lo lejos, oigo una especie de flauta de pan tocando la banda sonora de algún Western, mezclándose con la melodía que me llega por mi derecha del hombre asiático que estaba tocando un instrumento de cuerda con sonidos muy orientales a la entrada de la estación. Esta conglomeración acústica internacional me hace pensar en lo mucho que se viaja hoy en día para conocer culturas con las que en realidad convivimos en el día a día.



Absorta en mis reflexiones sobre la globalización, me monto en el metro semivacío que acaba de llegar. Es un acto reflejo, mecánico, que permite a mi cuerpo reaccionar a la llegada del metro mientras mi cabeza está en otro planeta. Me saca de mi trance un chico con el que me cruzo al entrar, sale demasiado tarde del metro y las puertas le pillan la mochila. Pero tira de ella con fuerza y la desengancha. La escena me hace soltar una carcajada que contagia a los del banco de enfrente. Entonces me fijo. Una mujer disfrazada de los años veinte y una pareja joven con una bolsa de papel en la que quiero adivinar que llevan un postre para alguna cena con amigos. Las risas llevan a una conversación. Estoy a una distancia que me permite participar, pero como pasajera habitual del transporte público, me limito a desviar la mirada y afinar el oído. Ella actúa en un pequeño espectáculo. Ellos (efectivamente) tienen una cena. La conversación es interrumpida por silencios acompañados de sonrisas y nuevos comentarios que reavivan la conversación brevemente. Por eso mismo decidí no participar, porque una vez que inicias el diálogo en el metro no hay forma de saber cuando se acaba. Uno se resigna a esperar a que llegue la parada que pondrá fin a la conversación, ofreciendo mientras tanto comentarios amables al extraño que se muestra demasiado entusiasmado con hablar con alguien.



En este caso, llegó la parada de la mujer disfrazada. Mientras se bajaba del metro deshaciéndose en despedidas que la joven pareja respondía amablemente, un chico se monta en el tren. Es alto, moreno, con barba de par de días. La presentación es buena pero bastante genérica. Es cuando se sienta a mi lado que aprecio su perfil. El caballete ligeramente pronunciado y el pelo corto corto, como a mi me gusta. Ya he mencionado que soy usuaria habitual del transporte público, por lo que me conozco todas las triquiñuelas para hacer un repaso de alguien interesante, empezando por el reflejo de la ventana de enfrente. Lástima que la pareja joven me bloquee las vistas. Recurro a mirar hacia el fondo del vagón, hacia el avisador de paradas, hacer que ojeo a la chica de pelo rojo y tatuajes sentada al otro extremo de nuestro banco. Enseguida me doy cuenta de que él también es usuario habitual, Me estoy dando perfecta cuenta de que se está estirando para tratar de ver mejor mi reflejo. Hace uso de su móvil de forma distraída, pero esa estrategia es de principiantes…es tan obvio cuando uno coge el móvil sin realmente necesitarlo…



Llega la parada de la pareja joven y se bajan del metro deshaciéndose en carantoñas ¡Por fin! ¡Buenas vistas! Pero de nuevo, como observadora experta en distancias cortas, soy consciente de que hay que evitar mirar directamente, si no la presa se espanta y no queremos que pierda el interés. Me cuesta no mirar directamente porque quiero asegurarme de que es tan guapo como me pienso. Demasiadas veces los perfiles me hacen creer que estoy ante un deleite visual para que luego, en el momento de ver el reflejo directo, me pegue un susto de esos que hacen dar respingo. Pero por suerte para mí, éste era un 29 de febrero. De esos que llegan cada cuatro años y una vez que se van, sabes que va a pasar mucho tiempo hasta que llegue el siguiente.



 Al darme cuenta del buen ejemplar que tengo delante, empiezo a fantasear. Mi parada es la penúltima de la línea y me imagino que el metro, como tantas otras veces, se vacía durante el trayecto. Estando solos, habiendo cruzado miradas de esas que van con chispas (porque eso es lo bueno de los extraños guapos del metro, sabes que no los volverás a ver y te permites ofrecer miradas más intensas), me imagino que desvío la mirada del reflejo de la ventana de enfrente para mirarlo directamente. Se siente observado, y avergonzado y curioso a la vez por la situación, me devuelve la mirada. Estando así, cara a cara, me inclino hacia delante y le doy un beso, suave, en sus labios desconcertados, con el tiempo justo para bajarme del metro sin que él pueda reaccionar. No quiero su número, no quiero su nombre. Ni siquiera quiero el color de sus ojos. Simplemente quiero probar sus labios. Los labios de un extraño guaperas que me cruzo una noche en el metro.



De nuevo mis fantasías me llevan a otro planeta del que regreso a tiempo de ver al chico bajarse del vagón demasiado pronto. Pero mi sobresalto al salir de mi trance no evita que pueda hacer un buen repaso al único elemento que me faltaba, el final de su espalda o lo más alto de sus piernas. Contenta con el repaso completo me quedo más tranquila, porque los he visto mejores.

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